La alimentación es solo uno de los muchos factores que pueden intervenir en la salud. Y, si ya de por sí es difícil medir cuál es el impacto que, en comparación con los demás factores, puede tener la alimentación, más lo es aún cuando se trata de intentar evaluar el impacto de un solo alimento.
La bibliografía científica sobre los lácteos y el cáncer es poco concluyente. Esto es algo habitual cuando se trata de encontrar las causas de enfermedades que aparecen tan a largo plazo y que son tan multifactoriales. Y, en el caso de los lácteos, la gran variabilidad genética existente lo complica todo aún más.
La gran mayoría de estos estudios suelen ser observacionales (se «observa», sin intervenir, a un grupo de personas durante un tiempo y se buscan asociaciones entre sus hábitos y las enfermedades que aparecen), y no de intervención (se realiza un ensayo clínico en el que se interviene creando 2 o más grupos y sometiendo a cada uno de ellos a un tipo de terapia, alimentación, etc), de manera que solo permiten establecer correlaciones, que no necesariamente implican causalidad. Ejemplo: La población española aumenta su consumo de gazpacho en verano; y en verano también aumenta la cantidad de españoles que mueren ahogados en el mar o la piscina. Por tanto, hay correlación entre el consumo de gazpacho y la muerte por ahogamiento, pero eso no implica que un evento sea la causa del otro.
Además, en este tipo de estudios, un problema bien conocido es el llamado sesgo del usuario saludable (revisión), que se manifiesta, sobre todo, cuando se estudian alimentos controvertidos como el pan o la carne. Si un determinado alimento se demoniza oficial o socialmente (por ejemplo, la carne), las personas preocupadas por su salud tenderán a evitarlo. El problema es que estas personas son las mismas que tienen otros hábitos saludables como comer verduras, hacer ejercicio, no fumar, beber poco, etc, lo que dificulta más todavía establecer cuál fue la causa real de su buena o mala salud (y lo mismo ocurre, pero en sentido contrario, cuando se habla excesivamente bien de un alimento; por ejemplo, los cereales integrales).
Los investigadores tienen esto cuenta y, aunque lo intentan, es casi imposible aislar estos factores de confusión y conseguir establecer claras relaciones causa-efecto.
Otro problema añadido es que hay muchos factores de confusión o variables importantes que casi ninguno de estos estudios suelen tener en cuenta: exposición a la luz natural y al sol, ciclo circadiano y horarios de sueño, calidad de las relaciones sociales, niveles de estrés… No se incluyen, en parte porque son muy difíciles de medir, y en parte porque, desgraciadamente, todavía muchos investigadores cometen el error de considerarlos irrelevantes.
También, otra carencia es la forma de recoger los datos en estos estudios. Cuando se trata de estudios retrospectivos, se suele hacer mediante encuestas. ¿Quién recuerda con precisión lo que comió durante los últimos 10 años? Salvo que seas un savant del tipo «memorizador”, estos recuerdos no suelen encajar con la realidad (revisión, estudio). Además, muchas veces, debido a lo difuso del recuerdo, la gente tiende a responder escribiendo lo que cree que debería haber comido más que lo que realmente comió.
Variabilidad genética. Es un alimento reciente
En el caso de los lácteos tenemos otro problema añadido. Se trata de un alimento muy reciente en términos evolutivos. Hasta hace unos 10.000 años, la única leche que consumíamos era la leche materna humana siendo bebés. Durante más del 99% de nuestra historia, no hemos tomado lácteos más allá del periodo de lactancia. (más detalles).
Esto no implica que necesariamente sea mala para todos, pero sí podría explicar por qué hay tanta variabilidad entre unas personas y otras a la hora de reaccionar ante los lácteos y el porqué de los inconcluyentes resultados de los estudios sobre lácteos y enfermedades como el cáncer, que veremos a continuación. No olvidemos que, por ejemplo, un 65% de la población mundial sigue siendo intolerante a la lactosa. Y es que el consumo de lácteos iniciado en el Neolítico parece que solo tuvo tres focos principales: Europa, algunas zonas de África Occidental y Oriente Medio. (detalle), (estudio) (Más detalles).
Cáncer, lácteos y evidencia científica
Llevamos décadas oyendo hablar de los peligros de las grasas saturadas, pero cada vez hay más evidencia de que estas recomendaciones no se sostienen y de que las grasas naturalmente presente en la matriz alimentaria de los alimentos no son el problema, ni en cuanto a riesgo cardiovascular, ni en cuanto a composición corporal, siendo importante la saciedad y otros elementos protectores que estas pueden aportar. (Por cierto, la leche materna humana es rica en grasas saturadas… ¡qué malvadas las madres, intentando que a su bebé le dé un infarto!)
Las recomendaciones oficiales anti-grasa y pro leche desnatada es muy posible que hayan hecho más mal que bien, en muchos sentidos. Veamos qué ocurre en el caso del cáncer y los lácteos:
Hay estudios observacionales que sí que encuentran asociación entre lácteos y algunos tipos de cáncer, como el de próstata (estudio, meta-análisis) o el de ovario (estudio, estudio).
Sin embargo, otros estudios estudios no la encuentran, o incluso a veces encuentran asociación inversa entre lácteos y cáncer; es decir, a más lácteos, menos cáncer. (revisión, meta-análisis, revisión).
Las teorías que relacionan leche y cáncer hablan de tres mecanismos o posibles vías principales:
- Estrógenos: Algunos estudios (estudio, estudio) muestran asociación entre la presencia de los estrógenos en la leche y el riesgo de cáncer. Pero otros estudios consideran que los estrógenos de los lácteos se encuentran en cantidades demasiado pequeñas como para producir tal efecto.
- Factor de crecimiento insulínico tipo 1 (IGF-1). La principal función de la leche es favorecer el crecimiento: un ternerillo se transforma en toro o vaca en pocos meses. Parte de este rápido crecimiento es debido a la activación del IGF-1, la cual parece ser mayor con el consumo de leche que con otros alimentos proteicos como la carne (estudio). Y este aumento de IFG-1 provocado por la leche se suele relacionar con mayor riesgo de cáncer (estudio, meta-análisis del 2017). La teoría es que, dado que el IFG-1 lo hace crecer todo “a lo bestia” y «sin diferenciar», también podría promover el crecimiento de las células cancerígenas. Y aquí es importante destacar que en lácteos fermentados, como queso o yogur, la activación del IGF-1 es menor (estudio).
- Ciertas hormonas de la leche, por ejemplo la betacelulina, parecen haber sido asociadas a la proliferación de células cancerígenas (estudio, estudio).
¿Pero será quizás que de nuevo estamos cayendo en el clásico “nutricionismo”, es decir, en analizar los componentes/nutrientes de un alimento de forma aislada, sin tener en cuenta toda su matriz alimentaria y la sinergia en qué actúan todos sus elementos?
El alimento es más que la suma de sus partes
Y es que en los lácteos podemos encontrar compuestos protectores contra el cáncer que podrían ejercer un efecto compensatorio, como el suero (estudio), o, sobre todo en los lácteos enteros, el ácido linoleico conjugado (estudio, estudio).
Este meta-análisis de 2014 no encuentra relación entre cáncer de próstata y leche entera, pero sí que la encuentra cuando se trata de leche desnatada.
Y lo mismo ocurrió en este estudio sobre lácteos y cáncer de ovario.
¿Será que, al quitar la grasa, eliminamos componentes que pueden protegernos, como el ácido linoleico conjugado, y nos quedamos solo precisamente con los que más pueden promover el crecimiento tumoral: ciertas hormonas y un IGF-1 excesivamente alto)?
Una vez más, parece que, efectivamente, alterar en exceso la matriz alimentaria original del alimento, aislando sus componentes y despreciando la sinergia en que estos actúan, no parece haber sido buena idea. Si ya de por sí los humanos llevamos poco tiempo consumiendo lácteos fuera del periodo de lactancia, menos tiempo aún llevamos consumiendo lácteos desnatados. De nuevo, la coherencia evolutiva parece ser un factor importante.
Sea como sea, la cosa no parece estar clara. No sabemos con certeza si el consumo de lácteos podría aumentar el riesgo de cáncer. Pero tampoco se podría asegurar con certeza que su consumo vaya a ayudar a prevenirlo, incluso siendo enteros. Pero sí que todo apunta a que, en caso de consumirlos, mejor enteros, no solo por su menor riesgo de cáncer, sino también por otros factores, como su mayor saciedad.
¿Será también que, efectivamente, parte de la inconsistencia de los resultados se deba a la gran variabilidad genética que existe, al ser los lácteos tan «recientes» en términos evolutivos y estar además tan mal repartidas a lo largo del planeta las correspondientes adaptaciones genéticas?
Conclusiones
Los lácteos no son imprescindibles; si quieres no darle mucha vueltas, puedes reducir su consumo al mínimo o simplemente eliminarlos. Ahora bien, si no tienes claras intolerancias y decides consumirlos, tal vez podrían aportarte alguna cosa interesante; pero, en en ese caso, parece recomendable priorizar lácteos enteros y fermentados.
También, como vimos en anteriores artículos, para reducir más los riesgos, es importante elegir lácteos con betacaseína A2 (de cabra, oveja, búfala o vacas de razas antiguas) y, si es posible, de animales alimentados con pasto. En el siguiente artículo, tienes más detalles y estudios sobre estos temas y sobre los lácteos y su posible relación (a veces inversa) con otras patologías y enfermedades:
Calotonterías en las redes